Nuestros rostros continuaban expectantes dentro de aquella barquilla de mimbres entrelazadas, mientras el piloto lanzaba chorros de fuego y con gran habilidad, aprovechando las corrientes de aire, consiguió que comenzaramos a flotar. Aún era de noche y seguíamos acurrucados, sujetando las mochilas con los tobillos sin ser conscientes de la sorpresa que el Masai Mara, nos estaba guardando.
Cuando la luz del crepúsculo matutino iniciaba su debut, la sabana empezó a despertarse y en ese momento recordé aquella frase de Karen Blixen en Memorias de Africa, «El me hizo un regalo increible, la visión del mundo a través de los ojos de Dios».
El Masai Mara es una joya natural que da cobijo a siluetas salvajes que sobresalen sobre una alfombra inmensa de color verde parduzco.
Aquella mañana de finales de agosto, los corazones latían de emoción cuando asomaban las primeras manadas de cebras bajo un amanecer de caracter que discurría jaspeado por algún que otro globo.
Este artilugio aerostático, inmortalizado en la novela de Julio Verne, «La vuelta al mundo en 80 días«, nos estaba dando la oportunidad de desafiar a «la ley de la gravedad» y a la vez, encontrarnos ante una escena maravillosa en la que cielo y tierra, en un gesto de complicidad, quedaban fragmentados por diferentes gamas de color.
Hace más de doscientos años, a estos globos se les bautizaron como «montgolfière«. Fue reconocimiento a sus inventores, dos hermanos franceses, los Montgolfier, quienes protagonizaron el primer viaje en globo aerostático. Mucho han evolucionado estos aerostatos a lo largo de todos estos años gracias a la tecnología, tanto, que se ha convertido en un deporte de competición, en el que los pilotos participantes demuestran su destreza en el aire.
La cesta nos mecía con suavidad mientras divisabamos reuniones de animales en libertad preparados para el desafio: cebras, jirafas, ñús, impalas, gacelas.
Desde las alturas, el teleobjetivo seguía desvenlando parte de la vida salvaje en tierra firme, que se proyectaba de forma diminuta y apariencia tranquila. No se apreciaban depredadores terrestres. Hasta ese momento solo había visto la sabana africana en documentales de televisión.
Los grupos más numerosos estaban formados por ñus, presas fáciles que aderezaban los pastos de la reserva y se alimentaban con los brotes más frescos.
La tierra que vista desde arriba, brindaba una espectáculo único que nos envolvía con diferentes matices en cada porción de los más de mil quinientos kilómetros cuadrados que se extentían a nuestros pies.
En ocasiones, la superficie sedienta se fundía con surcos de agua aislados en formas de lagunas rebuscadas que parecían detener el tiempo y anunciar el río Mara con las primeras manadas de búfalos.
La barquilla tocaba tierra en medio de la sabana, lo hacía con delicadeza y custodiada por un grupo de Masais. Habían sido noventa minutos mágicos, muy emocionantes, de esos que perdurarían para el recuerdo.
Mara es un territorio salvaje, es el hogar de cientos de especies de aves, miles de carnivoros feroces y manadas infinitas de herviboros que se abren camino en un mundo de «quién se come a quién», por la holgada planicie.
Nos esperaba un merecido desayuno para continuar la aventura sobre ruedas. Se abría de nuevo una puerta para profundizar más sobre este universo de naturaleza salvaje, Masai Mara.
¡Hakuna matata!
Viaje Agosto 2019