La luz del alba, algo teñida por el polvo de la calima, iluminaba nuestros pasos y en mi mente solo existía el anhelo de esfumarme de un mundo inestable. Con ayuda de las señales del camino, volvíamos a transitar por un sendero conocido, un camino seco y pedregoso de ascensos y descensos, a lo largo de un mazizo de sublimidad infinita.
Tras los primeros pasos, convenía mirar atrás para ver las siluetas de los emblemáticos Roque Bentayga y Roque Nublo. La ruta abría sus puertas en Lugar Cuermeja (La Aldea), y emprendíamos una marcha tranquila en ascenso por la escalera zigzagueante del barranco hasta la Degollada de Peñon Bermejo.

El acrónimo «Cuermeja» proviene de la contracción de Cuevas Bermejas, denominación que hace referencia a la tonalidad rojiza del lugar.
Nos esperaban unas tres horas y media de recorrido hasta nuestro destino, pero caminábamos sin ser exclavos del tiempo entre pendientes escarpadas, siempre arropados por una sensación del libertad, mientras nuestros musculos oxidados se rendían a la estrechez del sendero.
Iniciábamos de nuevo nuestro propio mapa a través de una senda que nos brindaba una explosión de formas y relieves sorprendentes. Algunas piedras estaban talladas de liquenes anaranjados, piedras que han ido resistiendo el paso del tiempo, pero que, al igual que las personas también pueden ser quebrantables.
Llevábamos unos cuatro kilómetros y estábamos a punto de llegar al mirador de la Degollada del Peñon Bermejo, nuestro punto más alto, 708 msnm. Comenzábamos a notar la falta de agua y de aliento en aquel santuario natural.
Era momento de hacer un alto en el camino y disfrutar del perfil de la isla vecina de Tenerife con la vista de un Teide desafiante, que tanto nos habíamos cansado de subir y bajar el año pasado.
Estábamos siendo testigos de la profundidad de una naturaleza convulsa en el centro oeste de Gran Canaria, donde las entrañas de la tierra se precipitan hacia el mar con sus matices rojizos y acentúan la belleza del paisaje para dar nombre al barranco, Peñon Bermejo.

A partir de este punto, una roca enorme inauguraba el principio de una nueva degollada áspera e imponente: Guguy Chico.
La cuenca de Güigüí, con forma triangular, se proclamaba con sus crestas pronunciadas. Fue declarada Reserva Natural en el año 1994 y es un ejemplo excepcional de macizo basáltico.
«Guguy» significa «arco montañoso». He leído que este curioso término, cuya grafía se está intentando recuperar, tiene su origen en la lengua indigena canaria. En el siglo XVIII, al trasladar dicho vocablo al castellano, por error se plasmó en los mapas con diéresis, y de ahí, nace el término incorrecto y más conocido: Güigüí.
Nos habíamos acostumbrado pronto al sosiego en aquel descenso irregular y escalonado. Cuando parecía que estabamos inmersos en un paisaje deshabitado, comenzabamos a divisar un oasis en el corazón del barranco marcado por la huella de tantos meses de sequía, donde los cordones y las hojas de algunas tabaibas se hacían un hueco por sobrevivir.

Grabriella nos avistó a la llegada y nos acompañó hasta la Casita de las Mil estrellas. La casita, que había sido una ruina, se reconstruyó con piedra del barranco y otros materiales reciclados. En ella hay mucho trabajo y también, mucho amor y detalles delicados. Hace más de treinta años comenzaron a colocar las primeras piedras.
Nos había preparado un almuerzo delicioso basado en productos naturales: gazpacho de remolacha , unas papas con una textura deliciosa y una ensalada de rábanos.
El techo, forrado de cañas, estaba construido a dos aguas con una viga de madera maziza en el centro. La ducha y el salon de «pipí-caca» estaban en el exterior, repartidos en dos estancias rebosantes de creatividad.
A las seis de la tarde, todavía había un sol abrasador. Dentro de la casita estábamos muy agusto.
En el lado izquierdo de la casa, detrás de las palmeras, la montaña parecía tener vida. Los colores y las formas de las cuevas naturales, eran increíbles.
Al final de la tarde, reinaba el silencio y el sol se iba atenuando. Estaba sentada en el banco de piedra situado a la entrada de la casita. Tenía los ojos abiertos cómo platos pero la mirada distraída en el horizonte apreciando la majestuosidad del valle hasta perderse en el mar y encontrar la calma. Una cura fabulosa para el estrés y el alma.

Enseguida se hizo la hora de la cena. Grabriella se sentó con nosotros a conversar mientras saboreábamos una crema de calabaza con semillas de chía que nos había cocinado.
Se nota que es una mujer muy especial. A principios de los noventa Llegó a la isla de La Palma en barco con una amiga. Poco después se acercó a Gran Canaria pensando en seguir viajando pero conoció Guguy y un año después a Kiko, desde entonces, decidieron tener una forma de vida libre, mágica y fascinante.
Habíamos pasado un velada deliciosa y enriquecedora, así que era momento de ir dando paso a las mil estrellas…
Fijé la mirada en el cielo. ¡Padre! ¡Ojala pudieras huir por un momento y bajar donde el cielo puede unirse con la tierra y así poder darnos ese abrazo truncado!